La primera fila
Agosto 2013
Cuando las luces se apagaron quisimos gritar, aplaudir, reír, bendecir, volvernos locos. Sabíamos que en cualquier momento ella aparecería en el escenario. Nos habían advertido que viviríamos una noche excepcional cuya única condición era respetar lo que nos pedían, en ese momento, era silencio.
Nosotros, nosotros que esperamos con el alma sostenida del hilo más delgado de nuestro ser, tuvimos que callar.
En ese espacio se respiraba alegría, euforia. Algunas miradas poco a poco enrojecían, la voz se atoraba en la garganta, nuestras venas parecían estar a punto de explotar. Era fácil mirar cómo se nos escurría el corazón y nosotros nada podríamos hacer para evitarlo.
Una linterna iluminó su paso. Permanecimos callados, quietos, atentos, así habíamos prometido y entre fanáticos existe el honor de la promesa cumplida.
Era todo oscuridad. Nuestros ojos desesperados la buscaban. En la pantalla aparecía un corazón. Se escuchaban los latidos, latidos que parecían coordinarse con los nuestros, el sonido de nuestro pulso era aquel que aparecía en las pantallas, nuestra respiración se agitaba y por fin: ella apareció.
Los gritos, los aplausos, las risas, las bendiciones ahora sí se escucharon. Los vi, vi a los fanáticos abrazarse, llevarse las manos a la boca, suspender su aliento, incluso, recuerdo a esa niña que enfundada en su playera tomó, impulsada por su nerviosismo, mi brazo derecho. Lo hizo con fuerza, pero yo, yo que vivía la misma emoción la entendí. Alejandra estaba sana, estaba feliz, estaba frente a nosotros, valía la pena el apretón del brazo, se le agradecía para comprobar que no estaba soñando.
Vestida de negro, con cabello largo y lacio confirmó que seguiría siendo para siempre la Eternamente Bella.
Caminaba con una supremacía merecedora de elogio. Su voz grave se escuchaba por todos lados y bailaba con una maestría y altivez digna de toda figura endemoniada que de tanta suficiencia empezaba a ser celestial.
Sus ademanes eran firmes, fuertes, y parecía que, en cada gesto, en cada movimiento, en cada paso, Alejandra le gritaba a la vida que nada había sido tan fuerte como para romperla. No, no, Alejandra no estaba rota, ni siquiera estaba doblada. Alejandra estaba como siempre: intacta. Su presencia dionisiaca y apolínea recorría el escenario, miraba a la gente y era ella, definitivamente era ella, la misma, la de la energía dominante, la del ímpetu inextinguible, la que desafiaba, la que alteraba razones, la que se instalaba en recuerdos, la que arrancaba espíritus.
No paramos de gritar, queríamos cantar, pero la novedad de las canciones inutilizó nuestra memoria. No reconocíamos la letra, tampoco la música, pero sí reconocíamos la voz, si la reconocíamos a ella, a ella que tantas noches había estado ausente, a ella, a la que no pudimos, ni podremos olvidar jamás.
La primera canción terminó. Los aplausos, los gritos se escuchaban. Para nosotros, verla ya era extraordinario, pero en ese momento vimos a una Alejandra exigente, perfeccionista, exacta, que no conforme con su actuación, decidió repetir la entrada.
Éramos tan felices. Comprobábamos que la “Reina de Corazones” era una artista disciplinada que buscaba una verdadera obra de arte en cada una de sus actuaciones. Repetimos, todos repetimos la entrada. En una segunda ocasión, a Alejandra se le vio más convencida, pero entonces, falló el sonido.
Nosotros permanecimos en silencio y ahora no porque nos lo hubieran pedido, sino porque para la mayoría era la primera vez que veíamos a una Alejandra sorprendentemente concentrada, una Alejandra que se exigía y que no se perdonaba que algo saliera mal. No queríamos interrumpir su concentración. La grabación era importante para ella y de igual manera para nosotros.
Cuando insistió en que el sonido de ayer era mejor, nosotros pensamos en el tiempo que ella ensayó, en los momentos que seguramente interrumpió la música para señalar que algo se escuchaba extraño o que simplemente no era lo que esperaba y entonces, merecidamente sabíamos por qué ella es espectacular y comprobamos que además del talento: la dedicación de Alejandra es admirable. Seguro estaba cansada, en ocasiones alterada, quizá enojada, pero con la templanza y entrega de los grandes, porque ella es una grande, sin rendirse nunca, repitió y repitió la escena hasta que demostró porque es una artista de verdad.
Cuando las canciones terminaban, Alejandra se daba tiempo para platicar con sus fanáticos. Yo no sé si ella intuía lo que provocaba en nosotros, pero su solo acercamiento, la coincidencia de miradas, nos envolvía de certezas y encanto.
Después vinieron los duetos con Robi Draco, Dani Martín, Fonseca y Mario Domm. A ella constantemente la maquillaban, le arreglaban el cabello, le sugerían no sé qué cosas, porque para mí, ella ordenaba, podría hacer lo que le diera la gana en ese escenario, era suyo, le pertenecía el espacio, la atmosfera, el aire, las luces y nuestro corazón.
Poco a poco hubo calma, deleite, pasión. Estoy segura que disfrutó ese escenario, que vivió intensamente ese momento, se notaba en su caminar, en sus movimientos, en su inigualable voz.
Volvía a nosotros e intercambiaba miradas y palabras y entre canciones y ritmos nuevos para las no tan nuevas, cautivó almas que aún no se apartan de ella.
El tiempo continuaba su curso, el concierto se acababa, pero por primera vez no hubo esa melancolía siempre presente cuando el evento va a terminar. Sabíamos que había un mañana, que todo era cierto, que Alejandra y nosotros en absoluta complicidad volveríamos al mismo lugar al siguiente día.
Ella se despidió y sin palabras, los que tanto la queremos, prometimos volver.
El primer día terminó. Nosotros nos despedimos con una alegría inusual, nos abrazamos, nos felicitamos por ser parte de ese momento. Abandonamos el lugar cantando, riendo, entrelazados, embriagados de incredibilidad. Paramos taxis, corrimos al metro, atravesamos puentes y nos dispersamos con la plena seguridad que mañana estaríamos ahí, todos juntos otra vez.
Los vi a todos en sus camas. Apenas cerraban los ojos y aparecía ella, la música continuaba sonando en sus oídos y los latidos del corazón que apareció en escena se había instalado en cada cuerpo. Estaban cansados, pero con el espíritu tranquilo. La habían visto. Eran ellos, los que rezaron cuando ella enfermó, los que gritaron cuando les avisaron que eran invitados a la grabación; los vi llorando, cada uno, interiormente y a su modo, cuando ella apareció. Todos mantenían un diálogo interno con ella, con la vida o con un dios, un diálogo lleno de anhelo y de confianza. Ella estaba bien y había demostrado que era la misma que todos, en nuestro pasado, elegimos.
Habría que descansar y permitir que la memoria hiciera lo suyo, que acomodara sus recuerdos, habría que esperar que el pulso retomara su curso normal. Habría que dormir y como muchas veces, soñar con ella. Los vi en la madrugada y dormían tranquilos, seguros y en ocasiones una sonrisa honesta y tremendamente placentera salió sin control de sus labios.